Había una vez un gato brillante,
con bigotes largos y andar elegante.
Tenía un secreto muy singular:
¡su magia podía la casa cambiar!
Convertía botones en dulces de miel,
y hacía que el techo brillara como un laurel.
Jugaba con sombras, pintaba el colchón,
y a veces dejaba la escoba en el balcón.
Pero un día, en medio de tanto alboroto,
apareció un dios con corona y con manto.
Era el Dios de los Gatos, muy sabio y sereno,
con ojos dorados y un paso ligero.
—Gatito travieso, ¿qué andas haciendo?
Tus bromas causaron un lío tremendo.
La magia es regalo, no puro capricho,
úsala bien y verás lo bonito.
El gato asustado, bajó las orejas,
mas dentro del pecho brillaban estrellas.
—Perdón, gran señor, no quise dañar,
solo quería reír y jugar.
El dios sonrió con mirada de fuego:
—Entonces, pequeño, ¡viajemos primero!
Si quieres saber lo que la magia vale,
verás aventuras que nunca se acaben.
Y juntos volaron por cielos de plata,
conocieron ratones que hablaban con flautas,
una ardilla cantora, un búho pintor,
y un perro que hacía galletas de flor.
El gato aprendió que la risa es mejor,
cuando compartida se vuelve un color.
El dios lo miraba, feliz y orgulloso,
pues ya no era travieso, ¡sino generoso!
De vuelta en su casa, al caer la noche,
el gato guardaba su magia en el cofre.
Mas cada jornada, con gran emoción,
la usaba ayudando… ¡y en canción!
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