Bastet y la luna de Formentera

Publicado el 31 de agosto de 2025, 18:14

Había una vez, en un pequeño pueblo costero, un gato negro de ojos dorados llamado Bastet. Era curioso, soñador y un poco travieso. Aunque le gustaba corretear por las calles y dormir al sol en los tejados, lo que más le fascinaba era la luna.

Cada noche, cuando todos dormían, Bastet subía al campanario de la iglesia. Allí, en lo más alto, se tumbaba a mirar el cielo. La luna brillaba tanto que parecía un farol colgado en el universo. A veces era redonda como una bola de queso, otras veces fina como una sonrisa plateada.

Bastet suspiraba y decía:

—Oh, luna, ¡qué hermosa eres! Si pudiera, saltaría hasta el cielo para estar contigo.

 

Una noche, mientras maullaba a su amada lejana, un búho viejo y sabio que vivía en el campanario lo escuchó.

—Miau, ¿quién anda ahí? —preguntó Bastet.

—Soy yo, Ulises, el búho —respondió el ave con voz grave—. Te he visto tantas noches suspirando por la luna… Quizás quieras saber un secreto.

El gato lo miró con sus ojos brillantes.

—¡Sí, cuéntamelo, por favor!

El búho se acomodó en la viga de madera y dijo:

—Se dice que la luna baja a bañarse en las aguas de Formentera, una isla mágica donde el mar es tan claro que refleja el cielo como un espejo.

El corazón de Bastet dio un brinco.

—¡Entonces debo ir allí! —maulló decidido.

Y sin pensarlo dos veces, esperó al amanecer, saltó al muelle y se escondió en un barco de pescadores que zarpaba rumbo a la isla.

El viaje fue largo, pero Bastet no tenía miedo. El aire olía a sal y las olas cantaban canciones antiguas. Cuando al fin vio la isla de Formentera, su corazón se llenó de emoción.

Allí, lo esperaba un mundo nuevo: playas de arena blanca como harina, aguas azules y transparentes como cristal, y bosques de pinos que susurraban con el viento.

Nada más llegar, conoció a su primera amiga: Lía, una lagartija verde y vivaracha.

—¡Hola, viajero! —chilló divertida desde una roca caliente—. Nunca había visto un gato por aquí. ¿Qué te trae a mi isla?

—He venido a buscar a la luna —contestó Bastet con sinceridad.

Lía lo miró con sus ojitos brillantes y sonrió.

—¡Qué aventura tan bonita! Ven, yo te enseñaré los rincones secretos de Formentera.

Mientras exploraban, conocieron a Tomás, una tortuga marina que descansaba en la orilla.

—Bienvenido, pequeño amigo —dijo Tomás con voz pausada—. La paciencia es el mejor camino para alcanzar los sueños. Quédate con nosotros, y la luna vendrá a ti.

Más tarde, en lo alto de un acantilado, Bastet conoció a Nube, una gaviota blanca que reía mientras planeaba con el viento.

—Si quieres, yo te llevaré a ver la isla desde arriba —le propuso—. Así sentirás que vuelas hacia la luna.

Bastet aceptó, y mientras Nube lo llevaba entre sus alas, el gato sintió que por un instante estaba más cerca del cielo que nunca.

Las noches en Formentera eran distintas. El cielo estaba tan despejado que parecía una tela azul oscura salpicada de diamantes. Bastet se reunía con sus nuevos amigos en la playa y juntos esperaban a que la luna saliera.

Una noche especial, cuando el mar estaba quieto como un espejo, la luna apareció enorme y redonda, iluminando toda la isla con su luz plateada. Bastet corrió hasta la orilla y gritó con todas sus fuerzas:

—¡Luna, he viajado hasta aquí para encontrarte!

El reflejo de la luna brilló en el agua, y una voz suave y melodiosa respondió:

—Pequeño Bastet, gracias por venir a buscarme. No puedo bajar del cielo, pero cada noche, cuando me mires, estaré contigo.

Bastet sintió un calor en su corazón. Comprendió que el amor no siempre significa estar cerca, sino sentir la luz de alguien aunque esté lejos.

Desde aquel día, Bastet ya no se sentía solo. Cada noche miraba a la luna desde Formentera, acompañado por Lía, Tomás y Nube. Había encontrado amigos que lo querían y un lugar lleno de magia.

Y así, con la luna en el cielo y el mar a sus pies, Bastet supo que su aventura apenas comenzaba.


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